Desde lo alto del peñasco, quizás en días despejados podamos divisar Citerea, la isla de los sueños barrocos. Cuántos hubiesen vendido su libertad por llegar a la isla galante donde Afrodita tiene su templo. Citerea fue sueño de aristócratas de pelucas empolvadas y de haraganes que querían vivir con el espinazo tieso que, juntos, se embarcaron en la nave de Watteau rumbo a la libertad que creían encontrar en el paraíso insular de Citerea.
En realidad, querida urraca, lo que buscaban era el libertinaje. Buscaban encontrar la tierra de la promiscuidad.
- Chac, chac, chac, chac, chac.
- ¿Qué ocurre? ¿Cómo es que siempre hemos situado las utopías en las islas lejanas? Son las islas de la razón donde se cumplen las ilusiones y que están rodeadas de aguas tenebrosas donde viven las sirenas. Por arribar a la isla estamos dispuestos incluso a embelesarnos con los melifluos cantos de las hijas de Aqueloo, ¡Insensatos!
Podrás embarcarte. Para llegar a Citerea deberás sortear riscos que apenas emergen peligrosamente junto a las orillas de la isla, pero que están ahí para impedirte que arribes a la costa. Cada vez que sortees un escollo y cada vez que salgas indemne de un canto de sirena se acrecentará tu delirio y tu afán por llegar a la isla. El viaje hacia la utopía se convertirá en una travesía donde la sinrazón irá en aumento.
- E la nave va.
- SÍ, navegando sobre el mar tenebroso.
- Chac, chac, chac, chac, chac.
- ¿Tienes miedo, pájaro ladrón? ¿Te acobarda llegar a Citerea?
- Chac, chac, chac, chac, chac.
- Al llegar a la ínsula añorada, encontraremos peñascos calcinados por donde trepan las cabras, una tierra donde las abejas zumban entre arbustillos y pitas, donde no se encuentran los sueños salvadores y donde nuestras esperanzas quedan reducidas a algunas sombras bajo el mirabolano.
Ahora, desde lo alto del acantilado, oteando el horizonte, puede que nuestra única utopía sea el ardid, la trampa, la astucia. Sea el afán que mentalmente nos lleva a Citerea, pues allí en la isla, la tierra es baldía. Eso sí, desprovista de fronteras. Es tan pequeña.
de "El caminante y la urraca"
Mi corazón, como un pájaro, voltigeaba gozoso
ResponderEliminarY planeaba libremente alrededor de las jarcias;
El navío rolaba bajo un cielo sin nubes,
Cual un ángel embriagado de un sol radiante.
¿Qué isla es ésta, triste y negra? —Es Citerea,
Nos dicen, país celebrado en las canciones,
El dorado banal de todos los galanes en el pasado.
Mirad, después de todo, no es sino un pobre erial.
—¡Isla de los dulces secretos y de los regocijos del corazón!
De la antigua Venus, soberbio fantasma
Sobre tus aguas ciérnese un como aroma,
Que satura los espíritus de amor y languidez.
Bella isla de los mirtos verdes, plena de flores abiertas,
Venerada eternamente por toda nación,
Donde los suspiros de los corazones en adoración
Envuelven como incienso sobre un rosedal
Donde el arrullo eterno de una torcaz
-Citerea no era sino un lugar de los más áridos,
Un desierto rocoso turbado por gritos agrios.
¡Yo, empero, vislumbraba un objeto singular!
No era aquello un templo sobre las umbrías laderas,
Al cual la joven sacerdotisa, enamorada de las flores,
Acudía, encendido el cuerpo por secretos ardores,
Entreabriendo su túnica las brisas pasajeras;
Pero, he aquí que rozando la costa, más de cerca
Para turbar los pájaros con nuestras velas blancas,
Vimos que era una horca de tres ramas,
Destacándose negra sobre el cielo, como un ciprés.
Feroces pájaros posados sobre su cebo
Destruían con saña un ahorcado ya maduro,
Cada uno hundiendo, cual instrumento, su pico impuro
En todos los rincones sangrientos de aquella carroña;
Los ojos eran dos agujeros, y del vientre desfondado
Los intestinos pesados caíanle sobre los muslos,
Y sus verdugos, ahítos de horribles delicias,
A picotazos lo habían absolutamente castrado.
Bajo los pies, un tropel de celosos cuadrúpedos,
El hocico levantado, husmeaban y rondaban;
Una bestia más grande en medio se agitaba
Como un verdugo rodeado de ayudantes.
Habitante de Citerea, hijo de un cielo tan bello,
Silenciosamente tu soportabas estos insultos
En expiación de tus infames cultos
Y de los pecados que te ha vedado el sepulcro.
Ridículo colgado, ¡tus dolores son los míos!
Sentí, ante el aspecto de tus miembros flotantes,
Como una náusea, subir hasta mis dientes,
El caudal de hiel de mis dolores pasados;
Ante ti, pobre diablo, inolvidable,
He sentido todos los picos y todas las quijadas
De los cuervos lancinantes y de las panteras negras
Que, en su tiempo, tanto gustaron de triturar mi carne.
—El cielo estaba encantador, la mar serena;
Para mí todo era negro y sangriento desde entonces.
¡Ah! y tenía, como en un sudario espeso,
El corazón amortajado en esta alegoría.
En tu isla, ¡oh, Venus! no he hallado erguido
Mas que un patíbulo simbólico del cual pendía mi imagen...
—¡Ah! ¡Señor! ¡Concédeme la fuerza y el coraje
De contemplar mi corazón y mi cuerpo sin repugnancia!
Naturalment havía de ser Ch. Baudelaire.
ResponderEliminarUn voyage à Cythère.
Sempre les Flors del Mal
Salut a tots
Yo pesaba que habrías puesto, para ilustrar tu escrito, La Venus Citerea de Jean Massys. ¿Por qué demonio, has puesto una pintura de Watteau, tu que te admiras a los clásicos y que despotricas contra el barroco?
ResponderEliminarJ. Despí
Desconocido Despí, he tenido una debilidad.
ResponderEliminarDespotrico también contra el romanticismo y me gusta escuchar Schubert e imaginar las sombras largas de los tilos.
Maldito Watteau! Retuerces el aire y luego nosotros como tontos nos dejamos seducir por anhelos y utopias.
Francesc Cornadó