Durante mucho tiempo se tomó el oro como patrón-valor para la determinación de la riqueza de un pueblo, pero después del crack del veintinueve se trastocaron las cosas y se buscó un nuevo patrón de medida. No parece que hayan funcionado otros medidores, los mercados y la ambición desmesurada lo echan todo a perder. Hemos comprobado, sin embargo, que algún valor permanece constante y que a pesar de las apropiaciones indebidas, parece probado que el trabajo bien hecho y el esfuerzo continuado conducen al progreso, siendo así las cosas sería deseable que el patrón-valor que determinara la riqueza de una población fuera el trabajo. Pero visto el desaguisado en el que nos han metido y presagiando lo que se avecina, prefiero plantear la subversión de todo y postular que el progreso no sirve para nada.
El progreso es la marcha del ser humano hacia un futuro mejor. Bien pues debemos sospechar: el mundo mejor no ha de llegar jamás, en todo caso bambalinas y candilejas de colores,
i-pad, i-pod, i-phon y tanto aparatejo inútil, que vamos pagando, usamos y tiramos.
El progreso no conduce al futuro mejor. En este convencimiento está la subversión. El mundo, la vida del hombre, la realidad entera no son más que materia, contingencias de la materia a las que la razón humana intenta, en vano, dar sentido. La historia del hombre no es la crónica de su liberación. El ser humano, con todo su progreso, no se ha liberado de la animalidad. Poco a poco ha ido perfeccionando la barbarie. La liberación que nos ha de proporcionar el progreso es una ilusión vana.
Con el invento del fuego, de la cesárea, de la rueda o de las centrales nucleares la condición humana se mantiene inalterable, esto es, practicando la venganza.
No nos dejemos llevar por los falsos destellos del progreso y no hagamos como Sísifo, que va llevando la roca hasta la cumbre, caída y después volver a empezar; denostemos también el valor del trabajo y este progreso que sólo nos trae lucecitas rutilantes.