Tamara Lempicka. Retrato de Madame M.
Fue un hervidero. Eran tiempos de agitación formal. Cada artista daba su opinión ante la convulsión política de la primera mitad del siglo XX. Los
ismos que surgieron en cascada, arrollando a diestro y siniestro, reflejaban las diferentes ideologías sociales de la época. El caldo que se calentaba debía rebosar tarde o temprano, y fue así: la Primera Guerra Europea, la Revolución de Octubre y tantas desgracias, y tantas proclamas y tantos "apañamundos" que proponían una u otra receta. Los artistas, sensibles a tanta convulsión, iban promulgando manifiestos y propuestas. Las diferencias sociales y económicas tenían su reflejo en el arte.
No hubo suficiente con la desgracia de la Gran Guerra, los conflictos sociales continuaron entre guerras y el arte se hacía eco de toda la jarana.
El Movimiento Moderno, en sus formas más o menos racionalistas parecía destinado a ser la voz de la social-democracia de la República de Weimar o de los socialismos más o menos utópicos.
En medio de arrebatos políticos, los futuristas proclamaban el encarcelamiento de la Victoria de Samotracia y hacían la exaltación de la velocidad, del maquinismo y del fascismo. Para imponer el funcionalismo sobre el decorativismo, Adolf Loos declaraba que todo ornamento es delito.
El Art Decó, que mostraba el último aliento de la
Secession vienesa, se erigió como la expresión genuina del lujo de los locos años veinte.
En medio del desorden decadente de los años felices, Tamara Lempicka fue la sofisticada representante de los círculos de la burguesía más rica y de la nobleza lábil que ya estaba a punto de caer. La alegre sociedad que asistía a los saraos adquiría los cuadros de esta pintora célebre en la Europa de los años treinta, y los más ricos pugnaban para ser retratados por Tamara. Su fama fue efímera y fue declinando hasta caer en el olvido cuando llegó la Segunda Guerra Mundial.
La artista sofisticada, la mujer admirada en las fiestas del gran mundo de la época de entreguerras fue sólo la sombra lejana del icono del Art Decó.
La estrella se eclipsó, el Arte Decó se instaló en Nueva York, en las paredes del Crysler y del Empaire, que soportaban los bajorrelieves con las alegorías del Trabajo y de la Industria o las antorchas de bronce colgadas junto a los ascensores que proclamaban la libertad y el sueño americano.
Mientras Marlene Dietrich lloraba bajo los tilos de Berlín, Tamara Lemplicka, ya convertida en baronesa, se refugiaba entre sábanas de satén lejos de Europa, abominando contra los pobres, ejerciendo en los Estados Unidos de dama del gran mundo. Quién sabe si fue por de los excesos o por los efectos de algunas sustancias, la figura de Tamara se arruinaba poco a poco a la espera de que algún noble o burgués la rescatara del olvido.
No fue, sin embargo, hasta 1972 que una exposición en París la hizo famosa de nuevo, rememorando un fantasma que venía de atrás de la cortina gris de los años de la depresión, que venía de la sensualidad, del erotismo y de aquello que parecía moderno en los felices años veinte.
Pero lo que en Europa son remembranzas o fantasmas, puede convertirse en espectáculo al otro lado del Atlántico. Siempre hay un
summus pontifex dispuesto a montar el
show-business del arte o de la miseria.
Y efectivamente, aquella Tamara Lempicka que fue el reflejo de una época vigorosa y mezquina, de unos años de opulencia, degradados y obsesivos y representante de un grupo de ricos intelectuales depravados, abyectos, atrevidos y egoístas se convirtió en un referente culto por acólitos del Arte Pop.
La hoguera de las vanidades que habían encendido los brokers de Wall Street quemó y acabó definitivamente los postulados del Movimiento Moderno y Tamara surgió de esta hoguera como el Ave Fénix.