Hace
unos tres o cuatro años que he recuperado el interés por la nueva música. Es
una renovación de mi afición y apego a aquello que denominábamos de una manera
genérica “música contemporánea”. Allí se apiñaban las distintas formas de
atonalidad que habían surgido con las vanguardias artísticas del siglo XX: el
serialismo, las diferentes variantes del dodecafonismo más o menos evolucionado, el
minimalismo, la música aleatoria, el conceptualismo, etc.
Había asistido a unos cursos sobre Estética Musical
Contemporánea y otro sobre Música ex machina impartidos por la Universidad y me interesaron compositores como
Schönberg, Bussoti, Boulez, Xenakis, John Cage, Stockhausen o las experiencias más
cercanas de Josep Soler, Àngel Cerdà, Albert Sardà –extraordinarios
compositores de música de cámara- o el rupturismo de Carles Santos, el
experimentalismo del Laboratorio de Música Electroacústica Phonos con Gabriel
Brncic, Andrés Lewin Richter, Lluís Callejo y mi admirado Josep M. Mestres
Quadreny.
Josep Maria Mestres Quadreny
También el Grupo Alea de Madrid, Ramón Barce, Luis de
Pablo y la sabiduría musical de Francisco Guerrero con quien tuve la
oportunidad de participar en su obra Promenade
sur un parc.
Recuerdo la modernidad exquisita de Anna Bofill (Esclat),
Albert Llamas (BXR6), David Padrós (Materiales), Javier Santacreu (Après
l’auquat), Alicia Díaz de la Fuente (Ecos del pensamiento), Salvador Brotons
(Lluita, lament i triomf), Pilar Jurado (La escalera de Jacob) …
En todos ellos el afán de progreso musical era
esperanzado, tanto como su acción artística, acordes con una realidad social
que despertaba de la noche larguísima de la barbarie del siglo XX y proponía un lenguaje racional y democrático.
De aquellos finales de los setenta y de la década de los
80, en que la música contemporánea exploraba unos horizontes de confianza
formal, hemos pasado a la expresión musical actual en que las partituras se
debaten entre la cautela, el recelo y el escepticismo. No parece que haya una semántica
coherente, pero tampoco hay nada que objetar, ya que la música es, como
cualquier otra forma de expresión artística, un reflejo de la vida y del acontecer social. Cómo va a reaccionar el compositor ante un panorama social
desalentador y ante una indeterminación de valores éticos y estéticos.
También hoy, como ocurría en los años setenta, nos encontramos
con una gran diversidad de maneras de entender la composición, pero actualmente,
la diversidad se une a la dispersión y a la falta de objetivos. Cada uno
deposita su “genialidad”, que en muchos casos es de gran calidad, pero todo
aparece suelto y desperdigado, cada uno a su aire, sin una coherencia ideológica formal
que indique la pertenencia a una época. ¿Es malo esto? No, es el indicativo del
desbarajuste ético y artístico que nos toca vivir.
Una añoranza de la tonalidad o quizás el intento de recuperar la melodía ha llevado a algunos músicos a la composición de unas partituras comprometidas con el rigor clásico sin renunciar a la potencia de la atonalidad, esfuerzo ingente, ahí están los ejemplos de Sofía Gubaidulina, a ellos mi admiración.
O el poliestilismo de Mauricio Sotelo, Frederic Rzewski,
Arturo Rodas, Magaly Ruiz, Miguel Oblitas Bustamante o Lera Auerbach. Debo decir,
sin embargo, que me fío poco del poliestismo. Tampoco comparto el
neorromanticismo de George Rochberg o de Del Tredici.
Me parecen mucho más interesantes las posturas de aquellos que han
evolucionado dentro del conceptualismo que en su día apuntó John Cage y aún
mejor el neo-minimal con las nuevas
composiciones de Philip Glass, Terry Riley (su obra “In C” me
parece genial) y Steve Reich (a quien tuve la oportunidad de conocer
personalmente).
William Duckworth (Preludios del tiempo curvo), Mikel Rouse o
Glenn Branca presentan un post-minimal muy interesante y concuerdan
perfectamente con otras expresiones artísticas posminimalistas (pintura,
instalaciones, escultura, etc.).
La fusión del minimalismo con la música étnica o con el rock puede dar
mucho de sí, de momento estoy a la expectativa.
Sin embargo, donde encuentro un mayor compromiso y sentido de
modernidad es en el experimentalismo del “Arte sonoro” donde la práctica
compositiva incorpora principios de física, reflexión sobre el efecto sonoro y
sobre la percepción. Las composiciones son híbridas, tienen en consideración la
psicoacústica, la electrónica, la aproximación al silencio, se valen de la
tecnología, la supercomputación y la electrónica. El “arte sonoro” es
interdisciplinario, se conecta con la experimentación plástica, el vídeo y la
amalgama volumétrica (por no decir escultura). Una pregunta queda en el aire ¿el
arte sonoro es arte?, no lo sé, pero tampoco me interesa responder a esta
pregunta.
Mientras tanto prefiero quedarme con la “Nueva Simplicidad”, los
productos más simples. Ahí están Wolfgang Rihm (Concierto para trompa), György Kurtág, Roland Moser y, sobre todo, sobre
todo, el gran Arvo Pärt, cuya música nunca me canso de escuchar.Nota:
con este largo escrito sobre mis manías musicales, dejo el blog unas cuantas semanas y deseo que paséis un verano muy feliz, escuchando buena música y que los calores no os agobien más de lo necesario.