Siempre
he tenido a la vulgaridad en gran estima, la sana vulgaridad que nos protege de
los males de la exclusividad y del "alto standing", aquella vulgaridad que nos permite disfrutar de
los placeres de una vida sencilla, limpia y ordenada. Pero ahora, la vulgaridad
está mal vista, todo individuo que se precie de personajillo actualizado quiere
ser exclusivo.
Todo
se trastoca, ahora la vulgaridad es considerada una ordinariez y mientras tanto, contemplamos
cómo se encumbra la incultura haciéndola espectáculo. Cualquier asno
inconmensurable aparece como un individuo interesante que, haciendo cualquier
monería, consigue una popularidad y una admiración tan inconmensurable como su
propia estulticia.
Son
tiempos líquidos y hay que adaptarse a los tiempos y algunos lo hacen, ya sea
creyéndose todo lo que dicen los medios de comunicación o utilizando el más
hipócrita de los lenguajes correctamente políticos. Otros se adaptan a la
posverdad maravillándose ante cualquier frivolidad o comiendo argamasas fecales
de estas que se distribuyen en los “fast food”.
De
cintura para abajo queda bien ser “rarito”, llamémosle queer o individuo de género revisado que rechaza toda asimilación
cultural o étnica –queer ya no es peyorativo-. De cintura para arriba, basta
con ser imbécil, precisamente de cintura para arriba encontramos más variedades
que de cintura para abajo.
En
estas condiciones genéricas o de adaptación ya podemos ejercer el derecho de
voto.
Son
tiempos líquidos, se degradan los conceptos, los significados y los materiales.
La obsolescencia programada de los mecanismos ha llegado a sentar sus reales
también en las ideas.