Anna Lentsch. "Personajes de Carnaval", 1988.
Escribimos cuando tenemos la necesidad de contar algo y si lo contamos bien, podemos llegar a conseguir una composición literaria. La literatura es el arte de expresar algo y expresarlo bien.
Más o menos la cosa funciona así:
Primero una idea o una descripción y después, manos a la obra: sujeto + verbo + predicado; así, simplemente, sin alharacas, sin traumas existenciales, sin que la escritura haya de ser una terapia para el escribidor. La literatura no es, en absoluto una finalidad en sí misma.
La literatura puede servir para aclarar y ordenar el pensamiento. En este sentido recupera el poder de la palabra, esto es expresar con el lenguaje lo que se piensa.
En el mundo antiguo, los que escribían eran personas despiertas cuya actividad estaba muy alejada de las letras, eran abogados, sacerdotes, incluso filósofos o militares; alguno de ellos practicó la esgrima con cierta habilidad, quiero decir que fue diestro en el uso del florete, clavaba en una primera estocada y en la segunda remataba.
Aquellos hombres y mujeres perspicaces tomaron la pluma para complacer a sus amistades o para obtener alguna reputación en su comunidad. El escritor tenía poca confianza en que alguien le admirara por haber emborronado unas cuantas páginas. Escribía por placer, a veces puro onanismo.
Unos explicaban como se ordenan unas piedras encima de otras y muchos se empeñaban en exponer como debe ordenarse la cosa pública. Una carga de vanidad acompaña a menudo al escribidor.
Hoy, sin embargo, el hombre escribe únicamente para ser leído, haciendo de la literatura una forma zafia de manierismo.
¡Horror, hoy existe el escritor!
Estoy convencido que el resultado del cambio ha sido funesto, ominoso. Una calamidad a la que nos hemos ido acostumbrando.
Y, a pesar de esta calamidad, el escritor continúa escribiendo y malviviendo, pues los que viven gracias a su pluma se podrían contar con los dedos de una oreja.
En la actualidad, la literatura produce infelicidad y dolor. La literatura es un tóxico servido en pequeñas dosis bajo las bambalinas de un espectáculo cultural. (esta frase me la repito cada vez que veo, en las librerías, las estanterías atiborradas con las recientes publicaciones).
Estos textos actuales que han sido escritos con la única finalidad de ser leídos son solo una forma enajenada de la vanidad, son portentosamente cínicos, -¡Ay si me oyera el pobre Diógenes!- son asombrosamente sensibleros, indignantemente patológicos y no contienen ninguna idea, solo tristes eriales de palabras.
No quiero ofender a ningún artesano de la palabra -me perdonen las Musas-, sólo me reafirmo en mi vulgaridad y en mi materialismo pues de ellos no me puedo escapar, aunque Rilke lance su mirada desde Duino, Baudelaire excave en el vacío y Rimbaud baje al infierno para injuriar a la belleza.