A menudo se suele asociar el talante pesimista con el escepticismo. Hay quien asegura que son dos caras de una misma moneda. En mi opinión, pesimismo y escepticismo, son dos temples distintos, son dos caracteres y dos personalidades diferentes, mucho más separadas que el grosor de una moneda.
El pesimismo es un estado emocional, un decaimiento que circula desde el estómago hasta el tuétano. Es como ese frío que se mete en los huesos que tanto hiela el cuerpo como el alma. El pesimismo es visceral y siniestro y, si por ventura llega a desaparecer, deja cicatrices. El pesimista tiende a la melancolía. El pesimismo puede provocar llanto y sus lágrimas serán siempre como las que derramó Boabdil a los pies de su madre.
El escepticismo, en cambio, es una lógica que nace cuando se constata que toda construcción humana es inestable. El escepticismo es racional. Contempla la naturaleza humana, el paso de la historia y la mala baba cósmica. El escéptico rechaza los prejuicios y tiende a relativizar. Si por algún extraño motivo, el escéptico llegase a llorar, derramaría unas lágrimas pequeñitas como las que derramó uno de los últimos Medici en 1705, cuando confesaba que había llorado escuchando el Oratorio de San Felipe Neri de Alessandro Scarlatti.