Ahora un paso, ahora otro, caminar mirando con atención y hacer de la observación un acto creativo, lo hizo el caminante romántico -el Wanderer- y lo hizo el flâneur por las calles de Montparnasse en los años de vértigo.
El Wanderer es de campiñas, el flâneur es de plazas y bulevares.
El Wanderer siempre me recuerda a Schubert paseando por los bosques de Viena - Mayerling viendo saltar la trucha por el riachuelo y me recuerda al misántropo Beethoven.
El flâneur me recuerda el humor taciturno de Erik Satie y sus Gnossiennes sonando en algún café de París.
Caminar para observar y entender la realidad. Gimnasia para la mente y las extremidades.
Grandes caminantes fueron, aquel Nietzsche, maestro que nos explicó cómo son los límites del Bien y del Mal; lo fue Rimbaud, capaz de bajar a los infiernos e injuriar a la Belleza; fue caminante Rousseau, que tenía incontinencia urinaria y mental; también Kant fue un caminante, lo era de mente amplia y pasos cortitos; también Gérard de Nerval que caminaba por la campiña de Valois y aspiraba a ser el mejor de los vagabundos; y también, como no, Hölderlin que quería pasear con los dioses.
El caminante que más me agrada es Epícteto de Hierápolis, el estoico que caminaba sin equipajes.
De los anglosajones no digo nada, porque siempre me los imagino sentados en los sofás de unos aposentos que huelen a abrigos viejos.
Creo que ninguno de los paisajes observados por el Wanderer y por el flâneur cabe en la pantalla del telefoníllo de quienes van por las calles mirando el móvil y tropezando con sus iguales.