Excepto en ferragosto, siempre he tenido frío en Florencia. Un viento helado y antiguo de gregal parece haber penetrado en las grietas de los sillares y desde los muros de los palacios esparce el frío por toda la ciudad.
Intento combatir la baja temperatura a base de una zuppa di gallina bolita bien caliente. Habitualmente me la sirven en un restaurante de la vía de la Scala, cerca de Santa María Novella, y también en alguno de los restaurantes que hay por los alrededores del Ponte Vecchio.
Una belleza aterida parece estar aprisionada en los bloques de mármol. La diosa helada se guarece en los soportales del hospital degli Inocenti, bajo los azules de las cerámicas de Della Robbia o recorre la vía Cavour tocando con sus manos blancas los almohadillados de Michelozzo.
¡Qué fría es la belleza que viene de gregal!
Delante de la iglesia de la Santa Croce, todavía está instalado el aire gélido que arreció el éxtasis y el mareo de Stendhal,
Al otro lado del Arno, desde la colina, el Cristo, la Virgen y San Miniato bizantinos, contemplan la atmósfera gélida de una ciudad.
El frío de los talleres de Masaccio y de Botticelli se convirtió en frío urbano. En las plazas se afanaban los cuerpos delgados de unos jóvenes que vestían aljubas rojas. Cuerpos estoicos y neoplatónicos que se mecían como jazmines, que veían correr las aguas del Arno y contemplaban las lechuzas que volaban hasta Fiésole para alimentarse con el aceite de los candiles de los franciscanitos.
Degusto lentamente la zuppa y me arrebujo tras los cristales. Intento comprender el equilibrio del contrapposto florentino y de la estocada florentina y me pregunto por qué Lorenzo el Magnífico se retiró a un jardín cerrado.
La belleza es la estocada, está en las esculturas y en los jardines de Bóboli. La belleza está en el objeto.
Quien no haya sentido el frío de Florencia creerá que la belleza se halla en la emoción del espectador.