martes, 30 de mayo de 2017

La Sagrada Familia, un proceso



La obra de la Sagrada Familia de Gaudí es una construcción en proceso.

Se va levantando, el proceso continúa, aunque gran parte de la población esté en contra de que se edifique la obra.

Es un proceso que se construye sin permiso y sin que exista un proyecto global definido. Se edifica sobre una ilusión imaginada: aquello que algunos creen que el arquitecto tenía en la cabeza.

Es un proceso constructivo anacrónico, ilusionado y delirante. Hoy nadie cree en este tipo de construcciones y todos sabemos que sobre una ilusión es imposible la estabilidad de las cosas y de las casas. La resistencia de los materiales poco tiene que ver con los delirios.

La Sagrada Familia fue la idea de un soñador y hoy es una admiración pastoril de los hijos de una tierra que tienen las mejillas sonrosadas y que de vez en cuando les gusta ir de excursión en autocar a visitar el “cap i casal” y desplegar, si conviene, alguna pancarta.

La Sagrada Familia es una masa petrificada, una quimera, una alienación poblada de grutescos. Tiene la estética de un castillo encantado, de una mona de pascua o de una casita de la bruja. La Sagrada Familia es la ilusión de una épica nacional. Una mampostería de dragones medievales.

El proceso edificatorio es un amontonamiento de piedras cuya idea espacial es arrogante y envanecida. Siempre el poder, arrogante y envanecido, es quien decide cuándo y cómo deben amontonarse las piedras y los que no mandan nada son los que acarrean los pedruscos.

La continuación de la obra de la Sagrada Familia es un “proceso” de autocomplacencia.

Su construcción es irracional, se nutre de un ideal romántico, no sigue ningún ordo geometricus. Es un desorden de masas, es el contenedor de una religiosidad trasnochada. Es un templo expiatorio que se ha convertido en un icono turístico.

Es una arquitectura de extremos místicos y de enajenación política.

La arquitectura siempre ha sido el signo de los tiempos.

La financiación del proceso constructivo requiere cuestaciones, aportaciones voluntarias, asignaciones presupuestarias y el óbolo de muchos papanatas que están dispuestos a pagar por un disparate o por el delirio de autocomplacencia de un pueblo que se cree que es más que los demás.

La Sagrada Familia es una arquitectura de tedio vital exacerbado, la muerte de Sardanápolo o la lucha de Hernani. Ironía cínica en tiempos de autocomplacencia, una mueca de sillares y engaño.

sábado, 27 de mayo de 2017

Las dos caras del cornado

El cornado –escrito así, sin acento final– es una moneda antigua que se acuñó en Castilla desde el siglo XIII hasta el XVI. Parece que se le designó con este nombre porque en una de sus caras aparecía la figura de un rey coronado. Su valor equivalía a la sexta parte de un maravedí; bah, muy poca cosa.

El cornado tenía dos caras como todas las monedas. La cara, un rey coronado y la cruz, una especie de castillo mal construido con dos estrellas encima. En una cara el pesimismo por la sumisión al  poder y en la otra, el escepticismo ante la estática indiferente de una construcción humana desequilibrada. Pesimismo y escepticismo, dos caras de una misma moneda.

El pesimismo es un estado emocional, un decaimiento que circula desde el estómago hasta el tuétano, como ese frío que se mete en los huesos que tanto hiela el cuerpo como del alma. El pesimismo es visceral y siniestro y, si por ventura llega a desaparecer, deja cicatrices.

En la otra cara de la moneda hallamos el escepticismo, esta lógica que nace al saber que el mal estructural no se puede remediar y que toda construcción humana es inestable. El escepticismo es racional. Contempla la naturaleza humana, el paso de la historia y la mala baba cósmica y a partir de la observación y de la experiencia, deduce que de todo esto no puede salir nada bueno.

Las dos caras del cornado: emoción y razón, pesimismo y escepticismo separados por el grosor de una moneda.

jueves, 25 de mayo de 2017

Una revolución ilustrada



El Cirujano de Jan Sanders van Hemessen (1500 - 1566)

La historia es cíclica, se repiten los mismos errores de siempre. Avanzamos a paso de paloma y retrocedemos a paso de caballo, así se lamentaba Nietzsche.

De vez en cuando, hay que volver al orden del mundo, echar una mirada a la realidad y evitar la obscenidad de los sentimientos personales, dejarse de inteligencias emocionales y de sensiblerías cursis y ñoñas. No caer una y otra vez en fanatismos y supersticiones, pues no hay ninguna evidencia de intervenciones divinas en los asuntos humanos.  

Contra el adoctrinamiento sectario, contra el pensamiento arbitrario, contra la enajenación que nos impone el poder, solo cabe la vuelta a una nueva Ilustración. Una vuelta a la Razón. Una revolución ilustrada que discuta, analice y lo agite todo; tal como decía Jean le Rond D'Alembert:
desde la metafísica a las materias del gusto, desde la música hasta la moral, desde las disputas escolásticas de los teólogos hasta los objetos del comercio, desde los derechos de los príncipes a los de los pueblos, desde la ley natural hasta las leyes arbitrarias de las naciones, en una palabra, desde las cuestiones que más nos atañen a las que nos interesan más débilmente.


A menudo pienso en ello, en los principios que infundieron el pensamiento ilustrado y un contrapunto romántico invade el espacio. ¡Maldita contradicción la mía!, las notas de Schubert suenan mesuradas, acompañando algún poema de Müller.

Sigo en mis trece, convencido de las bondades de la agitación ilustrada y me complazco con las lecturas:

del valiente Claude-Adrien Helvétius,  
de Vittorio Alfieri, que fue martillo de tiranos,
del lúcido Bernard le Bovier de Fontenelle,  
del vital Giacomo Casanova,  
del audaz Paul Heinrich Dietrich von Holbach, Barón d’Holbach, 
del inteligente y tolerante François Marie Arouet Voltaire, 
del natural Nicolas Edme Rètif de la Bretonne, 
de Louis Sèbastien Mercier que tenía la palabra robusta,  
del universal y enciclopédico Denis Diderot, 
 y del juicioso Cesare Beccari. 

En lugar de Jean Jacques Rousseau que era ingenuo y sensiblero, voy a citar a Étienne de La Boétie (1530-1563) que a sus 18 años escribió “Discurso sobre la servidumbre voluntaria”, en este magnífico opúsculo de 18 páginas ya anticipa de forma muy clarividente El Contrato Social de J.J. Rousseau.