Miquel Villà, ‘Collegats’, La Pobla de Segur, 1978.
Cada vicio y cada virtud tiene su correspondiente
gradación. Hay grandes vicios y grandes virtudes; cuando son grandes los
censuramos, nos repugnan. Cuando el vicio y la virtud son pequeñitos los
toleramos e incluso, en muchas ocasiones, los aplaudimos.
Esto ocurre con la hipocresía. Hay una hipocresía tibia
que nos ayuda a vivir mejor.
No podemos ir con la verdad por delante, se necesita una
cierta dosis de hipocresía para convivir.
Las buenas maneras se fundan casi siempre en la
hipocresía tibia. No podemos decirle al vecino que nos encontramos en el
ascensor:
tú
tienes cara de memo y cada vez estás más gordo, pareces una vaca-burra.
Se lo diríamos de buena gana, pero nunca le diremos una
verdad como esta. Si nos callamos parecemos unos antipáticos, si le decimos que hace
muy buena cara y que cada vez está más joven, entonces todo es más amable.
Tampoco le diríamos a un tenor que cuando canta, su
aliento huele a ajo. ¿Para qué?, el pestazo a ajo semi-digerido no es una
sustancia musical ni lírica. Con nuestra verdad, podríamos arruinar su carrera.
Pobre tenor ya no cantaría el “dúo de la africana”.
Si vamos con la verdad por delante, los primeros en sufrirlo
seremos nosotros mismos, pero también lo sufren los demás.
Sin embargo, algunos –virtuosos ellos– creen que no hay que ser hipócrita. No se contienen y sueltan cualquier exabrupto
convencidos de que su verdad es la que vale.
No me refiero aquí a las mentiras piadosas ni al lenguaje
políticamente correcto, estas cuestiones son de otro costal. La mentira piadosa
puede servir para consolar y dar esperanza y ánimo al enfermo y el lenguaje
políticamente correcto sirve para engañar o para suplir una carencia de ideas.
La hipocresía tibia favorece la concordia y no busca otra
cosa que vivir en paz y tranquilidad.