Recuerdo el paisaje de cuando era niño,
-todo era más grande entonces-
permanecen en la memoria las casas
de paredes mal pintadas con ventanas
abiertas al campo luminoso.
Los rayos de sol, por las rendijas,
hacían estelas de insectos,
que en las baldosas dibujaban
caligrafías de lectura indefinida,
que poco a poco aprendí a leer.
Las canciones de entonces están presentes aún
y se funden en la mirada de este martes,
y de aquel paisaje hago una biografía
de recuerdos, de arte y de razón.
Contemplo de nuevo
los montes y las arboledas,
que se han alineado dentro del juicio
en un orden perfecto que replica
las perspectivas erróneas de los pintores góticos.
Las colinas y los matorrales
son un calco de feldespato brillante
que flamea bajo el sol y enciende
los sagrarios y las arquetas
que nunca contuvieron nada.
Los pinzones imitan las notas de Litz
y bajo los chopos se deshacen
las sombras, que en el suelo pintan
los óleos de Turner.
Mi paisaje de hoy es el retrato novel
de frescos y de retablos.
Y la naturaleza es la acción teatral
de los cantos de las jóvenes de Mísia,
de las cariátides y los capiteles,
y de los versos perdidos en el mar del Dodecaneso.
Mi paisaje de hoy es el eco del arte,
es su imitación que reverbera
en mi mente en este otoño de ámbar.
Siento, entre la música y los versos
los cuatro golpes del trueno
como lo hacía el destino llamando
con cuatro notas a la puerta.
¡Comprendo el guiño del sabio
que subía al campanario más alto
para contemplar, con los ojos cerrados,
los campos de amapolas!
Aquellos prados eran alternativa
al rojo exacto de Tiziano
y a los verdes de Lorenzo Lotto,
colores que conservo fundidos
entre el poema y los recuerdos
que se extienden por un desierto de meandros.