La Laguna de Venecia. JM. Whistler. 1880 Hago del paisaje la autobiografía
que va desde el cielo de octubre
hasta la mesa puesta con mantel de lino.
Los jilgueros imitan las notas de Litz
y bajo los olivos se deshace la sombra
en un marco de sandalias.
Las huellas dibujan en la tierra abundante
un bodegón de curtidos
como xilografías impresas
en papel azul de Venecia,
que enmarcadas exponen
en todos los museos del mundo.
Las profecías de las montañas
ya fueron pintadas muchos años ha,
en el lienzo de los manieristas,
sabios que miraban de reojo
el ombligo brillante de las amas.
Las cumbres, los riscos y los matorrales
son un calco de feldespato que reluce
bajo los rayos del sol, incendiando
los dorados góticos de las arquetas repujadas
que jamás custodiaron nada.
Las cumbres, los riscos y los matorrales
se han alineado dentro del juicio
en un orden perfecto que replica
las perspectivas inciertas del trecento.
El paisaje es el retrato novel
de frescos y retablos,
y la naturaleza, toda, es una acción teatral
como los cantos de las jóvenes de Mísia,
de las cariátides y los capiteles compuestos,
los poemas perdidos en el mar del Dodecaneso
y de las melodías entonadas a boca cerrada
en un decorado que se extiende
bajo un lucernario vidriado.
Y así las cosas,
¡aún subía el sabio a lo alto
del campanario a contemplar
los campos de amapolas!
Eran la alternativa al rojo exacto de Tiziano
y de los verdes de Lorenzo Lotto,
que el pensamiento conserva fundidos en la razón
y se extendían entre los meandros.