Patio del Palacio del Licenciado Butrón, oidor de la Real Audiencia y
Chancillería de Valladolid.
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Matías Pascal
La influencia del
Renacimiento en España fue muy exigua. Se produjeron muy pocas obras artísticas
o literarias con estética renacentista, fueron pocos los artistas y muy corto
el periodo en que las ideas humanistas penetraron en estas tierras,
prácticamente se redujo al reinado de Carlos I.
En tiempos de este
emperador extranjero, algunas mentes curiosas lanzaron una ojeada apresurada
hacia Europa. Fue una mirada de vigía. España, que era un erial aislado, quiso
ver que pasaba más allá de los Pirineos, por las otras tierras del imperio.
La lírica de Garcilaso
miró hacia la Italia de Ariosto y admiró a Virgilio y a Ovidio; la poesía de
Boscán bebió de las fuentes petrarquianas y poca cosa más se produjo en el
ámbito de la poesía. La prosa en aquella España post isabelina se limitaba al
mundo caballeresco de Amadís o se acercaba al realismo a través de la
picaresca. En el mundo de las ideas se observa una tímida influencia del
pensamiento de Erasmo y un cierto efecto vivificador, con las críticas de
Vives, de Victoria o de Valdés y Cano,
ilumina la oscuridad de un ambiente inquisitorial que no da ninguna tregua a la
confrontación de las ideas.
El humanismo renacentista
pasa como una exhalación, como una suave brisa que apenas ventila y no trae las
ideas de armonía, de “belleza absoluta” o el interés por la naturaleza que se
cuecen en la Europa más culta, el conocimiento por el mundo clásico no echa
raíces en el erial hispano.
Aquí se pasó de un gótico
isabelino demasiado encendido a un barroco tenebroso con demasiadas cenizas.
Con Felipe II, la vida se
volvió hacia adentro, en 1559 se prohibió estudiar en las universidades
extranjeras. Se cargaron el pensamiento de Erasmo y los programas Erasmus.
Los humanistas, con Fray
Luis de León a la cabeza, se hicieron escriturianos. En Salamanca, en Alcalá y en
Valladolid los sabios perdían el tiempo discutiendo sobre dogmática y sobre
reformas disciplinarias. La poesía se hizo moralizante y severa y el idioma se tornó
austero, llano y sobrio.
El arte del Renacimiento
es el arte de la razón y aquí, por estos andurriales, siempre se anduvo escaso
de razón.
Por aquí, habitualmente
se cae en la rutina, en el muermo, se quiebra la armonía, se pone en peligro el
conocimiento, se abusa del principio de autoridad, se presenta batalla a todo
lo que suponga novedad o progreso, se dedican esfuerzos a cuestiones sutiles,
místicas y espurias y que se alejan de los intereses vitales del hombre, de su
dignidad y de su arte.
En la España del siglo
XVI no tenían cabida las nuevas ideas políticas de Maquiavelo, de Bodín o de
Hugo Grocio, pero tampoco cabía la ciencia de Kepler, de Galileo, de Copérnico
o de Bacon. El arte de Rafael, de Miguel Ángel, de Bramante o de Durero jamás llegó
ni como idea de armonía, ni como concepto de belleza, a esta tierra sobria y
quemada de los campos de España. En todo caso algún artista excepcional y
becado consiguió con muchísima maestría pintar con manchas lejanas, pero la
Inquisición, el Concilio de Trento y la gran empresa de la Contrarreforma se
encargaron de cercenar cualquier triunfo de la razón y, sin razón no hay
Renacimiento.