Cuando en este blog he escrito algo sobre Gaudí, casi siempre lo he hecho para opinar acerca de los aspectos constructivos o estructurales de su obra.
He estudiado la obra de Gaudí desde muchos puntos de vista y he llegado a la conclusión de que no lo entiendo. No entiendo su concepción del espacio, no entiendo su obstinación por conseguir que todos los elementos estructurales de su obra trabajen a compresión, su tratamiento fundamentalista de las estructuras y no entiendo los planteamientos formales que derivan de tanta obstinación.
Afirmo que Gaudí es Gaudí, que su arquitectura es simbólicamente aberrante en el mejor sentido de la palabra, que su obra no encaja ni en su tiempo ni en el espacio, que su penetración en la concepción del espacio arquitectónico es antiespacial, que su empecinamiento naturalista es antiarquitectónico, que es un gran creador de formas, que su repertorio formal no se acaba nunca, que su construcción es panteísta y sometida a fuerzas extrafísicas con las que quiso expresar alguna trascendencia pétrea.
De todas maneras, y salvando todas las veleidades simbolistas y religiosas, creo que hay que valorar aquel Gaudí expresionista cuyas propuestas formales eran mucho más rupturistas que los otros arquitectos expresionistas europeos.
Gaudí es Gaudí. Sólo, inexplicable, genuinamente aberrante.