Conocer
a otros colegas, a otros profesionales, o a los clientes siempre me ha
resultado enriquecedor. Tratar con ellos de temas objetivos me ha producido satisfacciones,
he aprendido mucho de todos, sobre todo cuando hemos hablado de temas reales y concretos.
Las conversaciones empíricas han sido siempre las más provechosas.
Aunque
no siempre lo haya conseguido, he procurado no ir más allá de lo objetivo, no
me gusta traspasar la frontera de lo personal ni entrar en intimidades. Rechazo
la intimidad ajena, y si fuera posible también rechazaría la mía.
Conocer
algún aspecto personal de otros colegas me ha decepcionado, no quiero que las
familiaridades se entrometan en las relaciones profesionales.
Cuando
un cliente me ha contado alguna forma de vivir su cotidianeidad, que por otra
parte resulta casi indispensable para diseñar su espacio cotidiano, me ha
resultado molesto. Afortunadamente he tenido muy pocos clientes particulares,
en general mis clientes han sido entidades mercantiles o administrativas y en
este sentido no he tenido problemas de excesos de confianza o de
familiaridad.
Tengo
amigos, muy buenos amigos, pero puedo asegurar que no tengo ningún amigo
íntimo.
La
decepción se acrecienta cuando he conocido la vida íntima de los artistas, he
llegado a la conclusión que sus biografías estropean sus obras. Ni que decir tiene que de la vida personal de los escritores no quiero saber nada, no vaya a ser que deje de leer.
Me
interesa lo objetivo, y cuando el conocimiento del prójimo empieza a desvelarme
aspectos personales o íntimos del mismo, suelo poner los pies en polvorosa.
Hay
profesiones cuya práctica está basada en las
intimidades de los demás: psiquiatras, psicólogos… ¡Horror! Si a estos añado
los embaucadores esotéricos como echadores de cartas o videntes, el
panorama me desquicia.
Y
me desquicia también que algunas organizaciones políticas hurguen en las
intimidades personales para inscribirnos en una lista o en otra, me preocupa mucho
que los gobernantes se interesen por conocer a los gobernados solo con el único
fin de manipularlos y servirse de ellos.
Cuando
el conocimiento del otro va más allá de lo objetivo, el peligro está servido. Las
intimidades me producen una aversión latosa. Si pudiera, como he dicho antes,
me gustaría rechazar hasta mi propia intimidad. Conocerse a sí mismo es algo
funesto, en mi caso, corro el peligro de retirarme el saludo.