
Retrato del poeta Alexander Pope,
realizado por Thomas Hudson (1739)
Cuando
escribí Jardí ardent acudí a muchas fuentes
específicas sobre la historia de los jardines, algunos textos
técnicos y muchos bocetos y planos, pero además leí a poetas del siglo
XVIII. La literatura del siglo XVIII siempre me ha interesado mucho, especialmente el ensayo.
Uno
de estos poetas es Alexander Pope (1688-1744), el neoclásico inglés,
más o menos contemporáneo de Isaac Newton y de Johann Sebastian
Bach.
A
Pope le gustaban los jardines y seguramente, por esta razón, su
poesía me atraía en aquellos días en los que yo andaba metido en
mi jardín ardiente, Jardí ardent, probablemente se
establecía una conexión "jardinil" entre el poeta inglés
y yo, que sólo soy un aprendiz de jardines y arquitecturas.
Pope
era un espíritu muy crítico, irónico, satírico, tuberculoso,
jorobado, raquítico, inteligentísimo, con un gran sentido del
humor, perfeccionista y muy pendenciero en sus escritos. Tenia muchos
enemigos personales y oponentes políticos, filosóficos o
religiosos. Pope arremetía contra ellos a los que llamaba the
Dunces (las burras).
Practicó
con gran maestría el verso pentámetro yámbico.
Tenía
un gran sentido de la proporción. Hoy
lo calificaríamos de minimalista, pero no lo
era,
afirmaba que:
el
ser humano es proporcionado al lugar que ocupa, su
tiempo es un solo momento, y su espacio es un solo
punto.
Pope
era un ilustrado.
Ninguna
pasión tan poderosa como el temor; ninguna pasión tan durable como
la esperanza; ninguna pasión tan obstinada como el amor.
La
razón es el equilibrio de los buenos, el freno de los malos y el
consuelo de los perdedores.
No
le gustaban demasiado los tilos, prefería pasear bajo las acacias; a
su sombra buscaba la trascendencia:
Un
espíritu maduro no se conforma con las verdades de la razón, sino
que busca algo más grande y se aferra a lo infinito.
Yo
pienso en Teognis de Megara cuando Pope dice:
La
verdad está en el centro, y uno debe equilibrarse entre las
opiniones extremas.
Fingir
es la primera lección que uno aprende en la vida, y lo último que
uno aprende deshacerse.
El
amor es el mayor de los maestros, y también el más cruel.
A
mí, sin embargo, me parece que el mayor y el mejor de los maestros es el
infortunio.
Escribía
mi Jardí ardent mientras continuaba leyendo a Pope. Prefería su poesía a
los jardines persas. ¡No, por favor, estos no!