Una característica frecuente y común de la juventud es su rebeldía. Jóvenes entusiasmados y llenos de vitalidad quieren cambiar el mundo, -nosotros decíamos: hay que romper moldes.
La rebeldía de la juventud se da en casi todas las épocas y en casi todas partes. Así ocurría también con los jóvenes modernistas de Barcelona.
Los hijos de la burguesía catalana querían acabar con la evanescencia, la pamplina del romanticismo tardío y la oscura formalidad del modernismo que tanto entusiasmaban a sus padres.
Las familias acomodadas acudían a las representaciones de ópera del Liceu. Aquellos modernistas eran entusiastas de Richard Wagner. Lohengrin, Tannhäuser, El oro del Rhin, Tristan e Isolda eran un éxito en Barcelona.
Algunos han considerado que Barcelona es la segunda ciudad wagneriana del mundo, a mí, sin embargo, me parece que esto no es verdad, aunque en esta ciudad existiera la Asociación Wagneriana de Barcelona y anduvieran por aquí unos conspicuos entendidos de la obra de aquel músico teutón, como Joaquim Pena, Luis Marsillach o Jeroni Zanné.
Pues bien, los hijos de los burgueses modernistas de Barcelona se rebelaron contra de la estética wagneriana que tanto encandilaba a sus padres. Criticaban el boato y ostentación de la que hacía gala la burguesía en los palcos del Liceu. Algunos querían ser bohemios y que sus padres les continuaran pagando su vida regalada y otros, contra la música de Wagner, organizaron conciertos de cámara, también pagados por sus papás, con música de César Frank, este músico belga-francés era la alternativa.
Para los jóvenes rebeldes, sonaba la música de cámara de César Frank en los interiores modernistas de sus casas burguesas y, para sus padres, sonaba la trompetería de Richard Wagner en el escenario del Liceu.
Después de aquellas músicas, todo siguió igual. A los hijos y a los padres, no les quedaba otro remedio que aceptar la idea de Tomaso di Lampedusa: "vamos a cambiarlo todo, para que todo siga igual".