Aspiramos
a la racionalidad. Queremos que la razón impere en los actos sociales y
colectivos. Así lo aprendimos en la escuela. Nos dijeron que todos nosotros,
guapos y feos, éramos animales racionales, que el ser humano era el único animal
racional del mundo.
Vivir
creyendo en la racionalidad del ser humano produce una zozobra inmensa, ya que nada
de nuestro entorno es racional, y así, con esta contradicción, tenemos que ir
pasando los días, entre la irracionalidad de la naturaleza y la racionalidad
que creemos instalada en nuestro cerebro.
La
Naturaleza es irracional, la historia es irracional, la política es irracional
y las relaciones entre los hombres y las mujeres que viven en este mundo,
también los son, van del amor al odio, al rencor y a la consiguiente venganza. Caemos en la
pasión desenfrenada, en la irracionalidad del amor y sufrimos con todo ello.
Se
suceden hazañas tremendas de guerra y paz que cuestionan la razón del animal
racional y miles de personas mueren.
Todo
parece depender del azar mientras el error continuado va determinando la
evolución.
La
realidad es manicomial, casi siempre esperpéntica, y en medio de todo esto las
contradicciones determinan el alma del ser humano.
Las
grietas de la razón son grandes y las de la sinrazón todavía lo son más grandes
y profundas, y en el espacio que queda entre grieta y grieta aparece alguna expresión
contradictoria que nos roba el corazón, la música de Schubert o de Bach, algún
verso de la Commedia y la ‘terribilità’
de Miguel Ángel.
¿Qué
hay de la razón poética? ¿Qué sentido tiene el cuadrado negro de Malévich o el
urinario de Duchamp?
Algunas
obras de arte que apelan a la razón –Schönberg, Mies van der Rohe, Mondrian-
nos pueden hacer pensar en un dios sumamente injusto. Otras, románticas al fin,
se regodean en un paraíso de tinieblas donde el único dios que vive en él es la
arbitrariedad y lo estrambótico.
Y
así, con la razón instalada, pendoneamos por la senda manicomial de la
sinrazón.