Allí, en el Paraíso Terrenal, en el Edén, entre los dos ríos, el humedal primigenio es la memoria de una inocencia que aún no conocía la agresión, las quijadas y los colmillos.
Era tierra fértil de vegetación ubérrima y sombras amables.
Junto a las lagunas se mecían los juncos y crecía la melisa y el vetiver de raíz amarga. Una plétora de fragancias.
Una memoria de aguas cristalinas inunda los campos terrenales del Paraíso. Sólo es un recuerdo o una anotación en el libro de los libros.
Entre los dos ríos crecía el Árbol de la Ciencia, el musgo de tallo parenquimatoso y con ellos una estirpe de odios, venganzas y tentaciones. El Árbol del Bien y el Árbol del Mal. Y después la expulsión y la vergüenza.
Las aguas del humedal se secaban y Babilonia construía una torre muy alta en cuya base las gentes gritaban y no se entendían. La estirpe cainita quería tocar el cielo y perfeccionaba la barbarie.
El desierto iba ganando terreno. Se marchitaban el heliotropo, las lilas y los jazmines. Los cautivos traídos de más allá del desierto colgaban sus arpas en los sauces y lloraban junto a los ríos de Babilonia.
El polvo del desierto cubría los templos y calles de Nimrud y Sippar. Peleaban Susa, Samarra, Nippur y la vieja Ur.
El polvo y las disputas acababan con las lagunas y con los árboles que exudaban la resina del opoponax.
El rey ordenó al jardinero la recuperación de las flores y las aguas. Jardines colgantes y terrazas irrigadas donde pudiera florecer la magnolia y el muguete.
El agua era un anhelo y su posesión era una ostentación.
Los jardines persas siempre fueron anhelo y ostentación. Afán y búsqueda del Paraíso perdido y la recuperación de la memoria.
Jardín cerrado, pairi-daeza, cruce de dos parterres trazados a escuadra y cartabón y en medio de todo ello el recuerdo del agua.
Nota.- Este texto lo escribí después de tomar unas clases con una profesora particular sobre los jardines persas. Después de aquellas clases llegué a la conclusión de que los jardines persas sólo eran una ostentación y un alarde de quien era el poseedor del agua y podía regar su jardín provocando la envidia del sediento. Definitivamente no me gustan nada los jardines persas.

Poco he de decir, salvo aprender de tu acotación y recordar lo que nos deja Salomón en el comienzo de su Eclesiastes: Ohh vanidad de vanidades, todo es vanidad.
ResponderEliminarPD: Recuerdo hablado contigo sobre estas clases.