Masaccio. Expulsión de Adán y Eva del Paraíso
La contemplación de la belleza requiere ciertas veladuras,
filtros necesarios que nos protejan de su acometida. Precisa alguna estratagema real,
efectiva y protectora. Podemos servirnos de cualquier cosa que tengamos al
alcance, de algún elemento que tamice su visión diáfana, a sabiendas de que los
velos son artificios casi siempre engañosos.
Los espíritus románticos se sirvieron de los sentimientos,
los interpusieron entre la faz de la belleza y nuestra razón, con las emociones
matizaron la luz deslumbrante de su
mirada. Con un velo más o menos vaporoso consiguieron seguridad a costa
de la claridad de las visiones, se perdió la precisión del detalle. El velo de
los sentimientos dispuso sobre lo bello una vaga viscosidad encubridora. El
arte quiso conservar el dato, la trama y el argumento y para ello, tendió sobre
la forma una tumefacción borrosa. La representación de la naturaleza ya no
captaba perfiles nítidos y precisos, ni la pureza luminosa y metálica de los
horizontes lejanos. El arte apostó por la emoción, la migraña, la angustia y el
delirio sensual.
Más al norte el arte ganaba en turbiedad, hasta llegar a las
brumas de Constable y de Turner. Aquellas tormentas que levantaban olas
tremendas y en la tierra sacudían follajes y postigos de ventanas, dejaban
sobre la forma la incertidumbre de los perfiles y la atonía húmeda del aire lo
enmascaraba todo. Las nieblas grises y espesas enturbiaban el aire y en medio
de este ambiente, los corazones suspiraban al ritmo de los vientos fríos y
racheados.
Las arenas románticas con sus granitos de cuarzo,
emotividad, feldespato y emociones baldías erosionaban los mármoles clásicos.
Se marchitaban los ramos de flores, languidecían las señoritas y los colores
encalados de las fachadas se tornaban amarillentos. Bajo las acacias ya no
sonaba el pífano, solo el rumor de los pasos del wanderer envuelto en aromas de bosque umbrío.
Los crepúsculos eran, ahora, violáceos y demasiado densos.
Presagiaban noches de himnos recuperados, los cuerpos parecían responder con
melancolía, con reumas, cojeras y palidez. Luego vino la tisis.
Al alba un aire tiznado cubría los campos de patatas hasta
la hora del Angelus, en que los
campesinos rezaban esperando a Jean Françoise Millet. Incluso los terrones tocados por el sol
parecían fríos como la nostalgia o la moridera.
Inmerso en la espesura de la niebla romántica, Berlioz se
aventuraba a leer los poemas de Virgilio. Llamaba a las musas. ¡Ah, pobres
hijas de Zeus! Cómo iban a acudir por
aquellos andurriales tan fríos. De aquellos vientos vinieron sus sinfonías
fantásticas. Un horror.
A pesar del frío, la forma romántica se durmió con la piel humedecida
por un sudor tibio que desdibujaba su tersura, incluso los desnudos parecían cubiertos
por ropajes invisibles.
¿Insinuación en la Olimpia de Manet o pudor? Perífrasis al
baño maría que los prerrafaelitas degustaron como un melocotón en almíbar.
Manjares dulzones.
Hay, sin embargo, un estertor monótono, una respiración
profunda que parece sorber los aromas fuertes de las violetas, del pescado y la
coliflor. Como las formas en desproporción, como el arrebato desmedido, todo
adquiere una intensidad desmesurada que hiere como hieren los amores
apasionados.
A pesar de los efectos depresivos, de la melancolía inútil y
de la exaltación sin causa, el romanticismo tiene una inducción beneficiosa
pues protege la piel de la mirada de la Medusa, la Belleza. Esta protección que
el hombre busca es tan lícita como hermosa es la música de Schubert.
El ser humano se protege con las armonías áureas de los clásicos
y con las veladuras románticas y también con la contradicción a la sombra de la
Victoria de Samotracia, del Auriga de Delfos, del Tondo Doni, del Gattamelata y
del capitel dórico -cinco obras- y con el eco de un Impromptu de Schumann -una
obra.
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