domingo, 6 de mayo de 2012

Ciertas veladuras suavizan la mirada de la Gorgona

 Masaccio. Expulsión de Adán y Eva del Paraíso

La contemplación de la belleza requiere ciertas veladuras, filtros necesarios que nos protejan de su acometida. Precisa alguna estratagema real, efectiva y protectora. Podemos servirnos de cualquier cosa que tengamos al alcance, de algún elemento que tamice su visión diáfana, a sabiendas de que los velos son artificios casi siempre engañosos.

Los espíritus románticos se sirvieron de los sentimientos, los interpusieron entre la faz de la belleza y nuestra razón, con las emociones matizaron la luz deslumbrante de su  mirada. Con un velo más o menos vaporoso consiguieron seguridad a costa de la claridad de las visiones, se perdió la precisión del detalle. El velo de los sentimientos dispuso sobre lo bello una vaga viscosidad encubridora. El arte quiso conservar el dato, la trama y el argumento y para ello, tendió sobre la forma una tumefacción borrosa. La representación de la naturaleza ya no captaba perfiles nítidos y precisos, ni la pureza luminosa y metálica de los horizontes lejanos. El arte apostó por la emoción, la migraña, la angustia y el delirio sensual.

Más al norte el arte ganaba en turbiedad, hasta llegar a las brumas de Constable y de Turner. Aquellas tormentas que levantaban olas tremendas y en la tierra sacudían follajes y postigos de ventanas, dejaban sobre la forma la incertidumbre de los perfiles y la atonía húmeda del aire lo enmascaraba todo. Las nieblas grises y espesas enturbiaban el aire y en medio de este ambiente, los corazones suspiraban al ritmo de los vientos fríos y racheados.

Las arenas románticas con sus granitos de cuarzo, emotividad, feldespato y emociones baldías erosionaban los mármoles clásicos. Se marchitaban los ramos de flores, languidecían las señoritas y los colores encalados de las fachadas se tornaban amarillentos. Bajo las acacias ya no sonaba el pífano, solo el rumor de los pasos del wanderer envuelto en aromas de bosque umbrío.

Los crepúsculos eran, ahora, violáceos y demasiado densos. Presagiaban noches de himnos recuperados, los cuerpos parecían responder con melancolía, con reumas, cojeras y palidez. Luego vino la tisis.

Al alba un aire tiznado cubría los campos de patatas hasta la hora del Angelus, en que los campesinos rezaban esperando a Jean Françoise Millet. Incluso los terrones tocados por el sol parecían fríos como la nostalgia o la moridera.

Inmerso en la espesura de la niebla romántica, Berlioz se aventuraba a leer los poemas de Virgilio. Llamaba a las musas. ¡Ah, pobres hijas de Zeus!  Cómo iban a acudir por aquellos andurriales tan fríos. De aquellos vientos vinieron sus sinfonías fantásticas. Un horror.

A pesar del frío, la forma romántica se durmió con la piel humedecida por un sudor tibio que desdibujaba su tersura, incluso los desnudos parecían cubiertos por ropajes invisibles.

¿Insinuación en la Olimpia de Manet o pudor? Perífrasis al baño maría que los prerrafaelitas degustaron como un melocotón en almíbar. Manjares dulzones.


Hay, sin embargo, un estertor monótono, una respiración profunda que parece sorber los aromas fuertes de las violetas, del pescado y la coliflor. Como las formas en desproporción, como el arrebato desmedido, todo adquiere una intensidad desmesurada que hiere como hieren los amores apasionados.

A pesar de los efectos depresivos, de la melancolía inútil y de la exaltación sin causa, el romanticismo tiene una inducción beneficiosa pues protege la piel de la mirada de la Medusa, la Belleza. Esta protección que el hombre busca es tan lícita como hermosa es la música de Schubert.

El ser humano se protege con las armonías áureas de los clásicos y con las veladuras románticas y también con la contradicción a la sombra de la Victoria de Samotracia, del Auriga de Delfos, del Tondo Doni, del Gattamelata y del capitel dórico -cinco obras- y con el eco de un Impromptu de Schumann -una obra.

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