La mirada del artista romántico sobre el paisaje no era más que un hilo que unía el cielo con la tierra. Su mirada era la traducción de la naturaleza al lenguaje de sus sentimientos. De la visión del paisaje obtenía el halo vital de su arte y, por extensión, la vitalidad de su propio sentir y de su propio ser.
Al artista clásico, en cambio, nunca necesitó observar el paisaje para sentirse vivo, no necesitaba la contemplación de un panorama abierto ni necesitaba buscar la vitalidad observando de la naturaleza. Del paisaje tomaba los contenidos de su arte pero no el flujo vital.
No fue, pues, hasta los románticos teutones que, para contemplar el paisaje, tuvieron que subir a las torres más altas de la ciudad y a los campanarios de las iglesias de sus pueblos, para afirmar, con esta mirada desde lo alto, las fuentes de vida y sentir cómo la individualidad del artista se extendía desde sus pies hasta abarcar toda la naturaleza.
El ojo clásico, contrariamente, observa como los campo de cultivos dibujan geometrías en el espacio y como superan los niveles del terreno apoyándose en los muros secos de mampostería grisácea. Cree, el artista clásico, en el adiestramiento del paisaje natural. Encuentra plausible que todo el esfuerzo humano de manipulación y alteración de los campos haya servido para la provisión del alimento. Cada árbol, cada cepa y cada hoja son el fruto del esfuerzo y a la vez, una esperanza de alimento. He aquí la belleza objetiva. La belleza clásica.
El sol y el agua son servidores de la tierra para la producción del fruto. El cultivo pone la naturaleza al servicio del hombre.
El paisaje natural no es más que una abstracción. Se configura en la mente como una tipología hecha de ausencias: de ausencias de civilidad, de ausencias de construcciones, de ausencias de comunicación y, en definitiva, de ausencias humanas.
Para el hombre clásico, el goce de la belleza natural es de carácter abstracto, sin concesiones sensuales, nace de una única visión introspectiva, es sólo una idea hecha de referencias.
Después de Goethe, los artistas románticos tuvieron que establecer un pacto entre arte y naturaleza. El ideal romántico de superación del hombre, en el contexto de una naturaleza ideal, sólo existía en el universo de su arte. Para ello crearon tipologías y abstracciones donde fundamentar la expresión artística.
Las miradas de Karl Friedrich Schinkel o de Caspar David Friedrich, son visiones trascendentales del paisaje, son contemplaciones románticas que extienden el ojo sobre toda la naturaleza y les hacen sentir vivos, aunque se encuentren ante el deslumbramiento ficticio de las nieblas del norte.
También J.J. Rousseau contempló el paisaje; para él fue, sin embargo, un bálsamo reconfortante que le hizo aumentar el amor propio.
Este bálsamo es, según mi entender, añoranza. Las nieblas enturbian la razón.
Clásico o romántico, el pensamiento, el ánimo y la vida interior de las personas nunca estarán desligados de su paisaje. El mundo exterior provee al hombre del universo estético como del alimento y esto es tanto estricto como el paso del tiempo.
El paisaje está ahi, ajeno a nuestra mirada, y no sólo se trata de verlo, hay también que olerlo, los campos de trigo empiezan a amarillear y se apagan las amapolas, y el paisaje huele a verano, a vida.
ResponderEliminarAmic Puigcarbó, debemos apreciar el paisaje con los cinco sentidos. Como tu dices el paisaje es ajeno a todo ello. El paisaje no tiene finalidad.
ResponderEliminarSalud