con motivo del centenerio de Miguel Hernández
La poesía de Miguel Hernández nace de la observación, se alimenta de la luz y de los colores del paisaje oriolano, del dolor y el amor de los hombres y de la intangibilidad de sus sueños. La poesía sale del paisaje y regresa al paisaje. Es como una hoja que después de recibir la savia fresca se seca y cae y forma un sustrato que nutre los árboles del bosque, los árboles de sombras lunares, los árboles del alma, los árboles de la Ciencia del Bien y del Mal y el árbol del Arte. Su poesía es anterior al arte y es sustrato del mismo. La música, la pintura y la arquitectura son tributarias de las hojas secas que cayeron sobre el suelo de Orihuela.
Con perfumes y armónicas, pululan
las brisas por el campo.
En los senderos
verdean los lagartos y se ondulan
y silban los reptiles traicioneros
Hernández fue hoja fértil y así lo sintió.
Que cuando mi carne sea
nada en polvo, broten flores
de ella, donde caiga escarcha
y escarcha de ruiseñores
...
Que nazcan espigas fáciles
con luminosas aristas
de mi pecho que ama el arte
para recreo de artistas...
Si de la metáfora hacemos reflexión -como más de un filósofo romántico ha hecho y también lo hizo más de un pensador neoclásico- podemos concluir que el arte nace de la podredumbre, de algo corrompido, ya que las hojas secas solo sirven de adobo cuando se pudren.
Ya sea un sustrato podrido de hojas secas o unas verdes arboledas iniciales, la poesía nutre los jardines de flores olorosas y los bosques por donde anduvieron los faunos. A veces se trata de aromas, emanaciones secretas o de efluvios inéditos. Estas sensaciones volátiles se instalan en la pituitaria como un huésped cómodo de quien no conocemos su rostro.
Con el transcurrir del tiempo, y más allá de las percepciones fugaces, cuando parece que los olores han quedado almacenados para siempre en un estante olvidado del recuerdo, advertimos realidades súbitas que tienen un aroma que, en una primera y superficial impresión parece nuevo, pero cuando en la pituitaria persiste, ya no nos resulta desconocido y entonces, la cara extraña de la realidad nos reporta a un rostro conocido que, sin hacer aspavientos, nos sonríe entre las flores de los jardines de la memoria. La poesía es el poso previo de un recuerdo. Es el plantel de un déjà vu.
Hernández dejó nuestra pituitaria impregnada de aromas de libertad que habríamos de percibir, no sin sacrificio, después del dolor y la barbarie.
Sólo el fulgor de los puños cerrados
el resplandor de los dientes que acechan.
Dientes y puños de todos los lados.
Más que las manos, los montes se estrechan.
Después de la confusión, al pie de la torre de Babel tuvimos que reencontrar el nombre de las cosas y tuvimos que hacer de cada palabra un hallazgo artístico, es decir, nos vimos obligados a dar nombre a las sombras prístinas y a la claridad.
Para hacerlo tuvimos que dejar que la morfología de las rocas asentara nuestra mirada, que los meandros nos regalaran su rumor y que los pájaros (tanto humildes catachines o majestuosas alondras como palomas con la ramita de olivo en el pico) volaran sobre nuestras envidias y decididamente la naturaleza imitara al nuevo arte de la palabra.
Así, la poesía, por ser arte de la palabra, tuvo que comprometerse a retornar el anagógico sentido de la naturaleza y a poner en evidencia el vínculo existente entre la belleza de la palabra y la belleza de aquello que pronuncia y a dejar constancia de la tensión que hay entre el vocablo preciso y el dolor de aquello que expresa.
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